Se
ha planteado un debate sobre la filiación del general San Martín y
una vez más revive la hipótesis de su origen como hijo de don Diego
de Alvear -el padre del general Carlos de Alvear- y de una india
guaraní, antigua comidilla de tertulia de viejas tías, que corría en
la familia de los Alvear y de otras, y que muchos historiadores más
o menos informados conocíamos desde hace décadas.
Que San Martín fuera mestizo no le quita nada a su figura (y tal
vez la agranda) y que su padre fuera el ilustre hombre de ciencia y
marino -después brigadier de la Real Armada- don Diego de Alvear y
Ponce de León tampoco es un deshonor. Sin embargo, de acuerdo con la
documentación disponible y de lo que de ella se desprende, ello no
es posible. La noticia, que procede de un diario íntimo de Joaquina
de Alvear, debió ser conocida también en el siglo XIX por
historiadores como Bartolomé Mitre, Manuel Ricardo Trelles, Vicente
Fidel López, Ernesto Quesada, Estanislao S. Zeballos, Angel
Justiniano Carranza y otros, que frecuentaban a los Alvear y, sin
duda, la habrían trasmitido y justificado, o no, dentro de la
investigación histórica.
Por muy pequeña que fuera la sociedad de entonces, la importancia
en la filiación de San Martín no podría haberse silenciado para
guardar apariencias, como si fuera una confabulación de tanta gente
y por tanto tiempo. Ocurre que, simplemente, debió ser desechada
porque no era una información objetiva, ni fidedigna, ni corroborada
por terceros, como lo es la documentación obrante que, aunque
indirecta, es, concordante con la posición adoptada por toda la
historiografía en todo tiempo.
Carlos Antonio José Angel de la Guarda Alvear y Balbastro (nunca
fue Carlos María) era el único hijo que sobrevivió de don Diego,
debido al hundimiento de la fragata Mercedes por los ingleses, el 9
de agosto de 1804, cerca de Cádiz. Acompañaba a su padre, que se
había hecho cargo de la flota. Tenía 15 años cuando vio morir ese
día a su madre y a sus ocho hermanos debiendo quedar, ambos,
prisioneros en Inglaterra, donde su padre volvió a casarse y formar
familia.
Sólo pudieron volver a España en 1806. Mal podía, entonces,
ayudar a José en el Seminario de Nobles, porque en esos días éste
era ya capitán de la 2ª Compañía del Batallón de Infantería Ligera
de Campo Mayor, había hecho sendas campañas en Africa y en el
Rosellón francés. Tenía 28 años, su pecho con heridas y medallas, su
legajo con mención al -valor probado- y gozaba de estipendio
regular. De acuerdo con los destinos militares, es muy poco probable
que se hubieran visto y menos aún, intimado alguna vez.
El tratamiento que San Martín -hombre reservado, parco, estricto,
cortante en su lenguaje- dio al joven Alvear, once años menor que
él, fue siempre distante. Nunca tuvo el demostrado afecto fraternal
que expresó con sus hermanos legítimos y ni siquiera el sincero
entendimiento que manifestó de lleno con sus amigos, como el
brigadier Tomás Guido, el general O’Higgins o el diputado al
Congreso de Tucumán Godoy Cruz. Con ellos franqueó sus sentimientos
personales; con Alvear nunca.
Por otra parte, quiso mucho a su familia. Su padre estaba
orgulloso de él: su madre dice que es el que menos trabajos y
ocupaciones le ocasionó; su hermano Justo Rufino fue un verdadero
"hermano", valga la redundancia, y ambos convivieron en Francia. En
los días finales le lega bienes a su hermana mayor, María Elena,
viuda y desamparada. Téngase en cuenta que le estaba impedido el
regreso a España. Desde ya no pudo tener contacto con Juan Fermín,
que marchó a Filipinas para no volver, ni tampoco con Manuel Tadeo
debido a sus destinos militares.
En cambio, cuando Alvear ocupa el cargo de director supremo,
ejercido antes por su tío Gervasio Antonio de Posadas, lo primero
que hace es destituirlo de su cargo de gobernador intendente de
Cuyo. Cuando San Martín muere en Francia y Alvear se entera, está en
Washington como embajador de la Confederación, y en una carta
reconoce los méritos excepcionales "de aquellos hombres que nos
dieron la Independencia política". Lo menciona como uno de los
mayores generales que produjo el país. No hay ningún trato de
intimidad ni de tratamiento propio de un hermano, aunque sí de
justicia post mórtem.
El padre del prócer, el capitán Juan de San Martín, había nacido
en Cervatos de la Cueza el 12 de febrero de 1728 (Archivo Parroquial
de Pamplona, p. 25) y se casó con Gregoria Matorras el 1º de octubre
de 1770. Vino a Indias con la expedición de Cevallos y fue después
destinado a la administración de la Estancia de los Jesuitas,
después de su expulsión, en Calera de las Vacas, en la Banda
Oriental.
Allí nacieron sus hijos mayores: María Elena, el 18 de agosto de
1771, "hija de Dn. Juan Sanmartín, Ayudante Mayor de las Asambleas
de infantería de esta Prov. y natural de Cervatos de la Cueza, y de
Da. Gregoria Matorras su legítima muger (sic) dependiente de la
Villa de Paredes de Nava ( ... )" (Archivo Parroquial de Las
Víboras, Lo. I, Fo. 21). Nació también allí Manuel Tadeo el 9 de
noviembre de 1772, "hijo legítimo del expresado Dn. Juan Sanmartín (
... ) y de Gregoria Matorras" (Archivo Parroquial de Las Víboras,
Lo. 1, Fo. 25). Finalmente, el 5 de febrero de 1774, nació en Calera
de las Vacas su hermano Juan Fermín "hixo lex.mo (hijo legítimo) de
Dn. Juan de San Martín y de Da. Gregoria Matorras" (Archivo
Parroquial de Las Víboras, Lo. 1, Fo. 3 l).
Pero no hay luces sin sombras. En 1767 Carlos III expulsó a los
jesuitas, que eran un verdadero muro de contención de las invasiones
portuguesas y fuente de progreso, de creación de bienes, de
organización regional, de paz social y de respeto hacia el poblador
indígena, a instancias del marqués de Pombal y de la diplomacia
lusitana. El gobernador Bucarelli y Urzúa cumplió la orden de
expulsión, que fue la medida más injusta que se produjo en estas
tierras y causa del deterioro económico y cultural para nuestro país
en gran parte del siglo XIX. Así, por lo tanto, libres de
obstáculos, los ejércitos portugueses partieron de San Pablo y
cometieron verdaderos genocidios. En 1817 asaltaron las Misiones y
el 12 de febrero destruyeron el pueblito de Yapeyú, incendiaron sus
casas y su parroquia con sus libros de bautismos y defunciones,
perdiéndose para siempre las actas de nacimiento de Justo Rufino y
José Francisco. ¡Ese día San Martín vencía en Chacabuco! Sin
embargo, la documentación que queda es supletoria, pero concordante
y de valor, permitiéndonos sacar conclusiones valederas.
El 17 de febrero de 1794 Justo Rufino debe demostrar limpieza de
sangre -propio de los prejuicios de la época- y dice, estando en
España con 18 años de edad: "( ... ) que como cierto haver conocido
en esta Villa a Da. Gregoria Matorras mi madre, natural de ella,
egualm.te (igualmente) a Dn. Domingo Matorras, su padre y mi abuelo,
vecino que fue de esta misma villa ( ... ) etc.". El documento está
firmado por varios testigos hábiles. Otro tanto hace con los
orígenes de su padre, en oficio del Duque de Alcudía, fechado en
Aranjuez el 19 de marzo de 1794 (INS, 1/16).
Finalmente, José Francisco tuvo a sus padres por legítimos y a
sus hermanos como tales, y no hay documento alguno que lo
contradiga, pero sí todos los existentes que lo confirman. El 1° de
julio de 1789, en la petición de ingreso al Regimiento de Murcia,
dice: "Dn. Josef Fran.co de S.n Martín hijo de Dn. Juan Capitán
Agregado al Estado Maior de esta Plaza, con el devido (sic) respeto
dice q.e a exemplo de dicho su padre y hermanos cadetes q.e. tiene
en el Regimiento de Soria, desea el exponente se guir la distinguida
carrera de las armas en el Regimiento, de Murcia (...)". (MM 65. ASM
I/55/56).
El 27 de diciembre de 1784, el capitán de Infantería Juan de San
Martín se dirige al rey Carlos III haciendo relación de sus
servicios en América y en España y pide un destino militar y un
ascenso a teniente coronel, que finalmente no le fue concedido; lo
hace "( ... ) atendiendo a los méritos expuestos y a la necesidad
que tiene de mayores auxilios, para atender a la educación y crianza
de cinco hijos que tiene (...)" (ASM, 1/68).
Esa misma preocupación -los cinco hijos- ocupan la mente, el
sentimiento y elz espíritu de doña Gregoria Matorras del Ser, la
aldeana del obispado de Palencia, cuando el 10 de julio de 1803, a
los 65 años, hace testamento. Siendo una sencilla mujer, de pocas
letras y católica según sus mayores, no puede mentir ni engañar a
nadie, ni tenía motivos valederos para hacerlo, sobre todo porque
era una posición final y definitiva ante el más allá. Dice: "(...)
Declaro que del referido mi matrimonio me quedaron cinco hijos
(CINCO HIJOS) que lo son Dn. Manuel Tadeo, Dn. Juan Fermín, Dn.
Justo Rufino, Dn. JoseL Francisco y Da. María Elena de San Martín,
con los quales dhos. (dichos) varones, tanto en tpo. (tiempo) de su
difunto Padre ( ... ) pero puedo asegurar que el que menor costo me
ha tenido ha sido el Dn. Josef Fran.co (y) (...) dejo, instituyo mis
únicos y unibersales (sic) herederos a los significados Dn. Manuel
Tadeo, Dn. Juan Fermín, Dn. Justo Rufino, Dn. Josef Francisco y Da.
María Elena de San Martín y Matorras, mis cinco hijos legítimos y
del enunciado Dn. Juan de Sn. Martín, mi difunto marido, para que lo
que así se verifique, lo hayan, lleben, gocen y hereden con la
vendición (sic) de Dios ( ... )" (Documento M.M. N° 28. D ASM, T. I,
pp.23-27 y Museo Histórico Nacional, T. 1, pp. 83 y ss).
Consideramos este documento como definitivo.
¿Por qué habría de guardar un secreto semejante, es decir, tener
cuatro hijos legítimos y uno de terceras personas este sencillo
matrimonio? Y si así fuera, ¿se guardaría toda la vida, cuando las
circunstancias cambiaron? Pero, ¿podría guardarse cuando se dicta un
testamento, se está frente al infinito de la muerte, siendo una
aldeana anciana, simple y profundamente católica? ¿Tendría entonces
razones para mentir en esa circunstancia única? ¿Ante quién? ¿Para
qué? Pues bien: en ese momento trascendente menciona a sus cinco
hijos legítimos y dice habidos con su extinto esposo, que incluyen
al menor José, a quien ella tanto ha querido y quien más la ha
confortado. Creemos que este documento es más definitorio que la
memoria -sin duda de buena fe- de doña Joaquina de Alvear, basada en
una apreciación subjetiva.
La iconografía de San Martín es bastante conocida. No sólo los
diversos artistas que lo han retratado y los daguerrotipos
obtenidos, sino la descripción que han hecho de su persona quienes
lo trataron, desde sus camaradas de armas hasta sus visitantes en
los días de su ostracismo. Y consta que no hay en este concepto ni
prejuicio, ni exclusión, ni aversión. Su nariz aguileña, sus
pobladas cejas, su piel cetrina, su cabello negro y poblado, sus
ojos oscuros y de mirada profunda y penetrante, su cuerpo atlético y
marcial, membrudo, delgado, pero sobre todo su afilada nariz
aguileña, nada le daba impresión de noble herencia de la raza
guaraní. Y como si fuera poco, era lo más diferente que pueda
imaginarse a Carlos de Alvear, su supuesto y presunto medio hermano,
que era de un blanco pálido, de cejas finas y ojos azules.
Para romper con España y retornar a América -de la que sólo
recordaría vagamente algunas cosas- no necesitaba ser indio.
¡Bastantes cosas debió soportar con el absurdo régimen de Fernando
VII! La postergación del ascenso de su padre, nunca logrado pese a
las peticiones, la pobreza familiar, el retraso cultural, la
injusticia social y -por otro lado- la atractiva idea de la
Revolución Francesa, ¿no fueron suficientes motivos? Agréguese que
las cosas de la infancia siempre se idealizan. ¡Cuántas historias
habrá oído de su padre sobre aquellas lejanas tierras!
Resulta curiosa la idea de que traer al presente un documento a
todas luces fantasioso, tiene por objeto "humanizar los próceres".
Me pregunto, ¿es que no eran humanos acaso? Nadie puede negar la
enorme obra sanmartiniana, su trayectoria, su pensamiento, su
estrategia, su visión militar, su visión de estadista, sus ideales,
su renunciamiento, su humildad.
Tampoco se pueden negar su carnadura humana: su precaria salud,
su preocupación de esposo y padre, sus luchas contra la
incomprensión, su ostracismo voluntario. Fue simplemente un hombre
normal que hizo cosas fuera de lo común y de lo normal. A él le
debemos un nombre en el mundo y tengo para mí que es suficiente
motivo de homenaje y gratitud. Por supuesto que no avalamos ningún
hiperbólico elogio si éste no está basado en la verdad histórica
documentadamente probada.
Buscar en los escondrijos de su vida alguna actitud para
denigrarlo y motejarlo, sin documentación respaldatoria o de dudosa
veracidad y, a la vez, no describir ni narrar ni explicar su
conducta pública no es humanizarlo, sino faltar a la verdad. Porque
no hay peor mentira que la verdad a medias.
El autor es director del Museo Histórico Nacional y presidente
de la Academia Argentina de la Historia

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