Sobre la obra
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La Maga


ACERCA DE LA ESCRITURA Y LA MUERTE.

Heinrich von Kleist, después de abrir el pecho de Henriette Vogel con un tiro, introduce el arma en su boca y se salta la tapa de los sesos.

El 21 de noviembre de 1811, antes de la muerte, bebieron media botella de ron, caminaron treinta y cinco minutos, midieron la prudente cantidad de pólvora para que los tiros no deformasen los rostros ni los cuerpos, escribieron y enviaron nueve cartas, se sirvieron dieciséis tazas de café y tiraron piedras (no podré especificar la cantidad exacta) a la superficie del lago. Todas estas exactitudes esconden una única obsesión: el deseo de una muerte propia. Deseo tan extraño como la voluntad de llevar una vida personal. Se muere de la muerte que forma parte de la enfermedad que se sufre. Se muere como viene la cosa. La idea de una muerte singular naufraga en la marea de los hombres. Pero la escritura permite imaginar una muerte que armonice con la vida. Y esa fue la obsesión de Kleist: un plan de muerte, una despedida acorde a la imaginada grandeza de su genio. Kleist no pudo trazar su camino durante los breves días sobre la tierra; decidió, entonces, abandonar el mundo sumergiéndose en una calibrada tragedia. Por vez primera la literatura y la vida encontraban un punto de unión. La escritura de la propia muerte fue su gran obra. Quiso impresionar al mundo descerrajándose un tiro en la cabeza y matando a su compañera. A plena luz del día, entre salmos y café, entre ron y piedras arrojadas al lago, pone en acto la tragedia largamente ensayada. Kleist, aquella tarde de noviembre de 1811, une su sangre a su letra. Es el mejor actor de su propio texto. Obtiene la muerte que deseaba. Aquel deseo provoca, aún hoy, una inequívoca sensación de incomodidad.

Heinrich von Kleist, después de disparar sobre el pecho entregado de Henriette Vogel y antes de pulsar el gatillo en la oscura cavidad de su boca, descubre la verdadera naturaleza de la existencia. Y la pronuncia. Pero nadie hay allí para escucharlo.

Luego llega el forense y redacta el sumario.

HEINRICH VON KLEIST

(1777- 1811)

Entre estos dos números azarosos se encierra la sucesión de los días, las horas y los segundos de un animal furioso. Un hombre abrumado por el absoluto. Kleist planeó, como soldado, el asesinato de Napoleón; y como poeta el destronamiento de Goethe. No pudo permanecer en ningún lugar. Sobre su vida pesó la persecución de las Furias. Kleist fue víctima de una herencia mítica que lo condenaba a errar sin descanso en busca de una tranquilidad que jamás encontró. Las palabras, que arrancaba al silencio y lanzaba con furia sobre las páginas en blanco, no hacen otra cosa que hablar de esta condena. Sus personajes son la prolongación del escape, de la fuga, de la marginalidad. Seres raptados a plena luz del día para ser internados en los laberintos de la sombra y el sueño. Nunca sabremos con certeza si las criaturas de Kleist están despiertas o yacen abismadas en la más aterradora de las pesadillas. El dormir, para Heinrich von Kleist, no se asemeja al icono del durmiente reposando sobre las mullidas propiedades de la noche, sino que es la inequívoca representación de todos los íncubos posados sobre todos los pechos en la más oscura y profunda de las noches posibles.

Kleist fue un hombre incómodo. Durante sus días militares propició levantamientos, durante sus noches de poeta incentivó ataques sorpresivos hacia los encumbrados en los cenáculos, a todas las mujeres que amó les ofreció como matrimonio la idea del suicidio.

Aquella incomodidad transforma a Kleist en cuerpo sacrificial y, asumiendo honradamente su rol, se sacrifica tras cometer asesinato sobre el cuerpo de la única mujer que pudo acompañarlo en la empresa extraordinaria de la muerte compartida. Kleist, desde la oscura noche del alma, crea un nuevo casamiento del cuerpo y el espíritu. Desprendiéndose de toda moral, traza una nueva ética y la practica hasta la extrema radicalidad. Sueña con una muerte equiparable a la imaginada grandeza de su genio. Pretende que Europa se estremezca bajo el peso de los tiros descerrajados sobre aquella tarde de noviembre de 1811. Imagina la posibilidad de despertar a Dios y dejarlo allí, insomne, sobre su creación.

Su obra, como sus días, estaba condenada al fracaso.

Cuando el tiempo erige lápidas y bautiza premios con su nombre, Kleist, del otro lado de la noche se sacude con violencia.

Paradójicamente, en aquellas últimas horas de su vida, ordena sus cartas en prolijos sobres remitidos a exactos conocidos y da a luz su equilibrado plan final. Vence, gloriosamente, los designios del destino, sin saber que aquella batalla también pesaba sobre el libro de sus días. Heinrich von Kleist no descansó hasta hallar a su compañera de muerte y aterrorizar a toda una sociedad con aquellas manchas de sangre trazadas sobre su cuerpo y el de Henriette Vogel. Su deambular no fue otra cosa que la búsqueda de la tragedia final. Su fascinación por las pesadillas fue el disfraz elegido para evadirse de la indiferente realidad.

Una de sus obsesiones fue la de unir su vida a su obra: hacer estallar la palabra sobre la calle, permitir que la vida reventara entre las letras. Aquel Todesplan (plan de muerte) pergeñado en compañía de Henriette Vogel es el triunfo sobre aquella obsesión: escribe una trágica escena de despedida para dos personajes, siendo Henriette y él los actores elegidos para la representación.

El Verbo, finalmente, deviene Acto.

Por vez primera y definitiva la vida copula con la creación y pare dos cuerpos ensangrentados sobre la quieta superficie de una isla.

Kleist es el mejor y único actor posible de sus obras.

Es por eso que hoy, a poco menos de doscientos años de aquel noviembre, cualquier intento de reconstrucción esté condenado al fracaso. El cuerpo de Kleist, sustraído del mundo por propia voluntad, se transforma en palabra: su herencia. Por esto la única forma posible de evocar aquel cuerpo sea a través del discurso. Y si nuestra decisión recae sobre el discurso sumarial (que omite el carácter individual del sujeto para transformarlo en objeto) es sólo para poder enfrentarnos a la ominosa posibilidad de la resurrección.

ALGUNAS PALABRAS ACERCA DE LA SOMBRA DE UN GIGANTE.

1999 es el año que marca el cumpleaños 250 de Johann Wolfgang von Goethe, figura emblemática de la literatura alemana primero, bastión irreductible de la inteligencia después, hoy extraña estatua impenetrable. Difícil es poder encontrar al hombre tras la imagen. Basta para ello adentrarse en las conversaciones que mantuvo Goethe con Eckermann para descubrir una voluntad de tallar en aquellas charlas una imagen ficcional, pensada para la prosperidad. Allí está Goethe, entregado a la aparente charla informal, construyendo sin embargo la imagen que podrá detener el tiempo. La creación de un genio.

Cuando el mundo entero celebra el aniversario de un gigante, yo prefiero recordar una extraña sombra que creció doblegada bajo el peso de ese monstruo; sombra extraordinaria que ha llegado hoy a oscurecer el mundo con su furia y su poesía.

Un animal de teatro.

Entre 1777 (Goethe contaba 28 años) y 1811 atravesó el mundo aquella sombra a la que llamaremos: Heinrich von Kleist.

Entre estos dos números azarosos se encierra la sucesión de los días, las horas y los segundos de un animal furioso. Un hombre abrumado por el absoluto. Kleist planeó, como soldado, el asesinato de Napoleón; y como poeta el destronamiento de Goethe. No pudo permanecer en ningún lugar. Sobre su vida pesó la persecución de las Furias. Kleist fue víctima de una herencia mítica que lo condenaba a errar sin descanso en busca de una tranquilidad que jamás encontró. Las palabras, que arrancaba al silencio y lanzaba con furia sobre las páginas en blanco, no hacen otra cosa que hablar de esta condena. Sus personajes son la prolongación del escape, de la fuga, de la marginalidad. Seres raptados a plena luz del día para ser internados en los laberintos de la sombra y el sueño. Nunca sabremos con certeza si las criaturas de Kleist están despiertas o yacen abismadas en la más aterradora de las pesadillas. El dormir, para Heinrich von Kleist, no se asemeja al icono del durmiente reposando sobre las mullidas propiedades de la noche, sino que es la inequívoca representación de todos los íncubos posados sobre todos los pechos en la más oscura y profunda de las noches posibles.

Kleist fue un hombre incómodo. Durante sus días militares propició levantamientos, durante sus noches de poeta incentivó ataques sorpresivos hacia los encumbrados en los cenáculos, a todas las mujeres que amó les ofreció como matrimonio la idea del suicidio.

Aquella incomodidad transforma a Kleist en cuerpo sacrificial y, asumiendo honradamente su rol, se sacrifica tras cometer asesinato sobre el cuerpo de la única mujer que pudo acompañarlo en la empresa extraordinaria de la muerte compartida. Kleist, desde la oscura noche del alma, crea un nuevo casamiento del cuerpo y el espíritu. Desprendiéndose de toda moral, traza una nueva ética y la practica hasta la extrema radicalidad. Sueña con una muerte equiparable a la imaginada grandeza de su genio. Pretende que Europa se estremezca bajo el peso de los tiros descerrajados sobre aquella tarde de noviembre de 1811. Imagina la posibilidad de despertar a Dios y dejarlo allí, insomne, sobre su creación.

Su obra, como sus días, estaba condenada al fracaso.

Cuando el tiempo erige lápidas y bautiza premios con su nombre, Kleist, del otro lado de la noche se sacude con violencia.

Paradójicamente, en aquellas últimas horas de su vida, ordena sus cartas en prolijos sobres remitidos a exactos conocidos y da a luz su equilibrado plan final. Vence, gloriosamente, los designios del destino, sin saber que aquella batalla también pesaba sobre el libro de sus días. Heinrich von Kleist no descansó hasta hallar a su compañera de muerte y aterrorizar a toda una sociedad con aquellas manchas de sangre trazadas sobre su cuerpo y el de Henriette Vogel. Su deambular no fue otra cosa que la búsqueda de la tragedia final. Su fascinación por las pesadillas fue el disfraz elegido para evadirse de la indiferente realidad.

Una de sus obsesiones fue la de unir su vida a su obra: hacer estallar la palabra sobre la calle, permitir que la vida reventara entre las letras. Aquel Todesplan (plan de muerte) pergeñado en compañía de Henriette Vogel es el triunfo sobre aquella obsesión: escribe una trágica escena de despedida para dos personajes, siendo Henriette y él los actores elegidos para la representación.

El Verbo, finalmente, deviene Acto.

Por vez primera y definitiva la vida copula con la creación y pare dos cuerpos ensangrentados sobre la quieta superficie de una isla.

Kleist es el mejor y único actor posible de sus obras.

Es por eso que hoy, a poco menos de doscientos años de aquel noviembre, cualquier intento de reconstrucción esté condenado al fracaso. El cuerpo de Kleist, sustraído del mundo por propia voluntad, se transforma en palabra: su herencia. Por esto la única forma posible de evocar aquel cuerpo es a través del discurso.

Hoy, cuando recordamos a Goethe, olvidamos que hubo alguien dispuesto al crimen para imponer su obra. Kleist debía matar a Goethe. Y Goethe lo sabía: supo arrojar al fuego un manuscrito de Kleist por considerarlo demasiado horroroso.

Kleist fue la sombra de Goethe.

Y su destino.

Siempre habrá cerca de un gigante alguien pensando que es necesario asesinar para continuar la violenta cadena de la creación.

Y la historia no se hace con gigantes, sino con sombras.


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