Críticas
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Una obra sobre los amores de fin de siglo, imposibles e insatisfechos

“Uno de los estrenos más esperados del festival del Rojas será La historia de llorar por él, una obra de Ignacio Apolo, dirigida por Cristian Drut.

De una misma historia se pueden decir muchas cosas. Lo cierto es que nunca existe una sola historia si las personas que la relatan son más de una. La historia de llorar por él es, al menos, dos historias, las que cuentan sus protagonistas: Pablo (Pablo Messiez) y ella (Ana Garibaldi). En esta puesta de Cristian Drut –como en todas las puestas en escena– las historias se siguen multiplicando y enmarcando.

Dice Ignacio Apolo, el autor: “Intenté tomar dos temas: la insatisfacción y la imposibilidad de una versión única de cualquier historia, usando lo más aparentemente banal que se me ocurrió, un huevo Kinder”. A la misma y simplísima pregunta (¿Qué es esta obra?) respondieron los demás: “Es una obra de una chica a la que le gusta un muchacho en un maxiquiosco. Ella dice que lo embruja y se lo lleva a su casa. Es –dice también, irónico, Cristian Drut– una obra para chicas, creo que va a producir mucha empatía en el público”. Ninguno de ellos ha escuchado lo que contaban los demás y, al juntar todas sus respuestas, es posible reconstruir la idea de la obra y de la puesta: las ideas. Ana Garibaldi, la actriz, la chica que se enamora y embruja: “Es una historia de amor (una chica, un tipo, en un 24 horas) que habla de la insatisfacción y de que todo sirve de reemplazo”. Y Pablo –Pablo Messiez–, el actor apuesto, el que atiende el kiosco y es hechizado: “Lo que me interesa es la idea de la imposibilidad de recuperar el pasado. Las dos versiones de los hechos no llegan a completar una historia. Hay una frase de Wilde que está muy bien para pensar esto: “hay dos tragedias en la vida: una es no tener lo que se quiere y la otra es tenerlo”. A esto se le agrega la idea de no saber lo que se quiere.”

Decididamente, este texto de Apolo se ubica en el límite de lo teatral. Se trata de una obra extremadamente narrativa, no sólo desde el punto de vista de su contenido (es, efectivamente, una “historia”, todo es contado y ya ha sucedido de alguna manera) sino también desde el lugar de la construcción. Porque es probable que muchos espectadores se reconozcan en ciertos textos, o porque lo ridículo de algunas situaciones no deja de ser creíble si se logra atravesar el estadio de la literalidad, tal vez porque el objeto conductor de la historia es algo tan tonto como un huevo Kinder o porque ese huevo –como la obra, como la vida– esconde sorpresas; La historia… es una comedia y básicamente causa gracia. Un ensayo alcanza para entender cuál es la mirada de Drut, que reconstruye la teatralidad del relato y completa con su historia La historia.

Pablo Messiez recalcaba la imposibilidad de recuperar el recuerdo y esta obra está íntegramente construida sobre la base de esa búsqueda.

El huevo Kinder es un chocolate infantil (el juguete en su interior, el chocolate con leche “muy nutritivo”) y podría pertenecer al recuerdo, podría ser una manera de recuperar el pasado. Sin embargo, en la Argentina, cuando cualquiera de ellos (Apolo, Drut, Garibaldi, Messiez) era chico, el Kinder vivía sólo en Europa”

Violeta Weinschelbaum- Diario Perfi l-


Muy Buena: En La historia de llorar por él de Ignacio Apolo, pieza característica de “lo nuevo” en el campo de la dramaturgia argentina, el pastiche genera un efecto de tensión entre la parodia al realismo y su respeto. Valiosos trabajos de Cristian Drut en la dirección y de Ana Garibaldi y Pablo Messiez en las interpretaciones.

Contra el teatro como “batalla del significado”. Parodia y seducción del realismo

“Un breve texto incluido en el programa de mano resume el planteo narrativo de La historia de llorar por él: “Apuesto actor es embrujado mientras trabaja en un maxiquiosco. Al promediar la obra, el huevo Kinder se torna metáfora y significa las sorpresas que te da la vida”. En estas líneas hay mucho más que un sumario del relato. Está expresada la actitud paródica frente a la pieza realista que, impuesta como tradición de nuestra dramaturgia durante décadas, consideraba el teatro como un espacio de batalla por imponer un significado, un campo de sentido destinado a ilustrar, problematizar, generar reflexión. La parodia al realismo está presente en el escarnio que Apolo hace al intento moderno de “significar” a toda costa; en el cruce autorreferencial del plano de la ficción con el plano de la producción escénica (no es un personaje sino un actor el embrujado); en el procedimiento de valorizar como material ficcional hechos menores, irrelevantes, que incluso instalan contradicciones y cabos sueltos, una descarada trivialidad que sintetiza el huevito Kinder y la estupidez del “mensaje” (“las sorpresas…”). Pero de acuerdo con la muerte de lo nuevo propia de la experiencia que provisoriamente definimos como “posmoderna”, no todo es parodia en La historia de llorar por él y la pieza coquetea constantemente con la seducción de volver a hacer realismo, aunque de otra manera. Un vaivén que se acerca a la fórmula del pastiche y pone entre paréntesis la toma definitiva de posiciones: permite estar a la vez en contra y a favor de una poética.

Discípulo de Rubén Szuchmacher, Cristian Drut es uno de los valores más firmes en el campo de la nueva dirección, y encuentra para La historia… un nudo de artificios que, despojados de todo elemento accesorio, generan una fuerte teatralidad: especialmente el cruce de planos ficción-actores-personajes al público. Valiosos desempeños de Ana Garibaldi (la actriz justa, aunque la lectura de la obra hubiese sugerido lo contrario) y Pablo Messiez”

Jorge Dubatti- Diario El Cronista Comercial- 11/09/98


 “Una chica, con el aspecto de una típica adolescente de los 90, llega a un quiosco 24 horas y se enamora del muchacho, otro típico adolescente que, con la mirada perdida en el vacío, le da la espalda tras el mostrador. O mejor dicho, se enamora de la espalda del muchacho. La diferencia, caprichosa si se quiere, no resulta menor en el transcurso de los hechos posteriores.

Ana Garibaldi y Pablo Messiez se turnan para relatarle este encuentro al público, con el tono suelto y confidencial que tendría una reunión de buenos amigos. Obviamente, cada uno tiene su punto de vista sobre cómo ocurrieron las cosas, y en ese juego es donde el texto de Ignacio Apolo acierta en una pintura tan rica como inteligente de los conflictos, tan anodinos como peligrosos, de la adolescencia actual.

El trabajo de Ana Garibaldi y Pablo Messiez es tan encantador como sorprendente. Se ganan a fuerza de simpatía y soltura la complicidad del espectador, de modo que es imposible no disfrutar de cada réplica, de las canchereadas de Ana y de la consecuente confusión de Pablo, aunque las cosas, finalmente, no resulten del todo bien.

Es en este punto, en la forma en la que se resuelve la obra, en donde se generan dudas. En la tentación ofrecer un remate contundente, de gran fuerza dramática, se desdibujan los mayores logros del planteo previo. Abruptamente, el juego de sutilidades en donde se deslizan las notas más interesantes sobre la modernidad, se ve abandonado por un trazo grueso, y gran medida previsible, que no resulta suficiente tampoco para recontextualizar la totalidad de la obra. Uno opta, entonces, por quedarse con lo que más le gustó y desechar aquello que no termina de encajar.

Por suerte, y en esto la dirección de Cristian Drut y la simpleza escenográfica tiene mucho mérito, lo que queda es mucho y bueno”

Edgardo Rufo- La Nación- 14/8/98


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