Jorge Garayoa
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Pido perdón por hablar bien de mí. Cuando me pidieron que definiera aquí mi estilo profesional me puse nervioso. Por fortuna, luego recordé que nadie está obligado a declarar en su contra y me relajé. Y está bien, pensé, si los corruptos hablan maravillas de ellos mismos, ¿los honestos qué somos?, ¿idiotas?  Pero preferí no responder a esa pregunta.

Soy hijo de Alfredo Garayoa, un famoso locutor, publicista, productor de radio y TV y conductor de programas radiales en emisoras de primera línea como Rivadavia, Splendid y Porteña (luego Continental) y –durante años– LR5 Radio Excelsior (hoy La Red), donde creó y desarrolló programas de gran éxito. Me resisto a creer que haya sido casual que mi papá no fuera ingeniero agrónomo (aunque intentó que yo me reciba de médico o abogado).

Mucho después de haber debutado como “actor de cine” a los 6 meses (hay pruebas en sede judicial), desde que logré escribir, dirigir y estrenar mi primer espectáculo teatral y luego al llegar a “redactor especial” de la antológica Humor Registrado (“lo único que puede leerse”, como decían los fanáticos de la revista), me incliné sin poder ni pretender evitarlo a esa forma alternativa de mirar la falla, el horror, la vida, que es el humor. Y no pude evitarlo aunque estuviera escribiendo, actuando o dirigiendo historias dramáticas. Siempre valoré joyitas ajenas en las que se fusiona la tragedia y el humor. Como “Tarde de Perros” cuando, en una situación de enorme tensión, Al Pacino asalta el banco y –agobiado por sus nervios y su miedo–  apunta a los empleados sacando su arma al revés. Estas cosas pasan en la realidad y no denigran ni al drama ni al humor. Y amo estas cosas.

En esta delaración jurada digo que el humor me salvó de morir más de una vez y que olvidarme de él en mi intimidad me hundió en absurdos trágicos cuyo recuerdo me avergüenzan. Y estoy casi seguro de que no miento. Fundamentalmente porque tampoco creo fortuito que las palabras humor y amor sean tan parecidas.

Obviando esa vileza contra la que suelen estrellarse quienes deciden vivir de su profesión –me refiero a los casos en que deben adaptarse a lineamientos ajenos de preclaros productores que todo lo saben o divas que accedieron al oculto secreto del arte– al poder yo acceder a comarcas de cierta libertad intenté desarrollar un humor fustigador, irónico, al que la gente, al no hallar una palabra mejor, suele llamar “inteligente”. Hablo de esa jerarquía de humorismo que es, en realidad, el hábito de no usar la cabeza sólo para agitarla en carcajadas, como sucede con la comicidad de vuelo bajo y vocación escatológica.

Esto no es en absoluto una virtud en mí sino sólo espontaneidad, me sale así. Igual que cuando alguien prefiere las mujeres lindas a las feas. Es más, confieso ser el inepto más desechable en la tarea de crear ese otro humor que consiste exclusivamente en la proeza de usar con énfasis la palabra culo (algo bello como objeto e irreprochable como palabra, pero bastardo para basar sólo en él la existencia del humor).

Es por eso que –más allá de los medios o formatos en los que me zambullo, desde un guión de cine o un libro hasta un simple sketch de TV o teatro (en diapositivas aún soy virgen)– mi humor apunta tanto al giro inesperado y la sutileza como al contenido crítico y la toma de posición. Apunta y apunta, algún día acertará.

En fin, la sátira, me parece, es mi lenguaje más habitual, ya sea la de una persona como la de la humanidad entera, en la que, claro, están incluidos los propios defectos de quien satiriza (en este caso, yo, que aparezco como blanco de muchas de mis críticas, aunque no me nombre de puro modesto).

Disculpe, pero ahora tengo que irme, todo muy rico. Muchas gracias por leer esta indeseada auto-alabanza. Le juro que no voy a volver a hacerlo.

Jorge Garayoa


E-mail: jgarayoa@argentores.org.ar                                                                                  Espacio cedido por ARGENTORES