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Publicado en: Osvaldo Pellettieri, (edit.), El teatro y sus críticas, Buenos Aires, Galerna/Facultad de Filosofía y Letras (UBA), 1998; 175-183

El monólogo teatral como estrategia narrativa. Notas sobre Música rota y Circonegro de Daniel Veronese

Beatriz Trastoy

(Universidad de Buenos Aires)

En las últimas décadas, la escena contemporánea se complejizó, profundizando, cada vez más, la ruptura de ciertas convenciones iniciada por los absurdistas. Pero si éstos se mantuvieron dentro de los límites de la escritura dramática, los nuevos autores - Heiner Müller, Peter Handke, Philippe Minyana, Valère Novarina, entre otros, y, en nuestro medio, Daniel Veronese, Alejandro Finzi, Guillermo Angelelli y Emeterio Cerro - crean discursos mixtos cercanos al ensayo, al poema, a la conferencia científica, a los textos técnicos. En las formas más radicalizadas de esta dramaturgia que podríamos denominar postmoderna, no suele haber intercambio conversacional ni interacciones entre los personajes; aún más, en tanto carece de rasgos propios, de psicología, de biografía diferenciadora, de vinculación con un exterior capaz de modificarlo, el personaje mismo tiende a desaparecer como entidad ficcional. Se adaptan numerosas obras clásicas para un solo actor que, en su monólogo, no asume todos los personajes sino solamente sus funciones. El comediante llega a ser, por lo tanto, un simple intermediario que enuncia ante el público el texto del autor.

En este proceso de cambios y transformaciones, el monólogo, tan antiguo como el teatro mismo, adquiere un papel relevante. En 1980, Bernard Dort señalaba acertadamente que "El tiempo del diálogo, con su tranquilizadora ilusión de 'imprimir a la acción un movimiento real' ha pasado completamente. Ha llegado el tiempo de los monólogos. Pero no hay que equivocarse: estos monólogos no nos transmiten solamente una palabra solitaria o autoritaria. Apelan a una respuesta de nuestra parte. El teatro resulta diálogo. Pero éste se ha desplazado. Se sitúa menos entre los personajes que entre el autor (y/o el actor) y el espectador. Desde la escena, busca ganar la sala".(1)

Mientras que el teatro clásico presentaba al héroe discurriendo a solas sobre su destino y sobre las posibilidades que le ofrecía su entorno, a partir del absurdismo europeo se intensifica el carácter convencional del monólogo a fin de hacer ostensible su valor de procedimiento dramático. La palabra exteriorizada iconiza un pensamiento que tiende a ser mero ejercicio carente de finalidad última. Habla proferida sin esperanza de reciprocidad, el monólogo adquiere en el teatro del absurdo una nueva funcionalidad: expresa, por un lado, la soledad extrema del hombre en un mundo en el que no parece haber cabida para las categorías lógicas y causales de la discursividad y, por otro lado, metaforiza la imposibilidad de alcanzar la condición humana en tanto obtura el acceso a lo simbólico.

Con el propósito de desestructurar la percepción habitual del espectador y estimularlo para realizar un trabajo dramatúrgico activo, capaz de crear sentidos nuevos y diferentes que superan la mera literalidad de los textos, el teatro postmoderno busca, entonces, expresar la fragmentación, el descentramiento y la multiplicidad de un yo desintegrado en un texto monólogico, que ya no emerge bajo la apariencia de una voz coherente y unificadora, tal como sucedía en la escena clásica. Se pone en crisis así la noción de sujeto, en tanto no se explicita quién es el enunciador de la palabra proferida en escena, y, asimismo, se cuestiona qué comunica esa palabra que parece transmitir fábulas ambiguas, sentidos que se construyen no por los significados, sino por los ritmos fónicos o las contingencias extraescénicas (Ryngaert, 1993).

No siempre previsto para la escena, el monólogo, al fin y al cabo una suerte de diálogo travestido que vincula de manera particular intérpretes y público, es, básicamente, una estrategia narrativa, uno de los artificios más adecuados para la diégesis escénica. Especialmente en su modalidad teatral contemporánea, el monólogo permite la dislocación narrativa del tiempo y del espacio, superando los límites, a veces demasiado estrechos, del perpetuo presente de la representación dramática. Deborah Geis (1995) señala que el enunciador de un monólogo puede manipular el tiempo en distintos sentidos: condensarlo, por medio del relato de una serie de eventos; suspenderlo, si sus palabras no afectan el transcurrir temporal; alterarlo, cambiando la percepción del espectador acerca de qué tiempo transcurre durante el monólogo y/o el resto de la obra; o bien moverse hacia adelante o hacia atrás en la línea temporal. La dinámica de las transformaciones espaciales, que el poder diégetico del monólogo puede concretar escénicamente, no se agota en lo referido a las acciones físicas ya que, aun aquellos discursos de índole psicológica u homilética, suponen un cambio del espacio narrativo. De esta manera, el monólogo es un artificio dramático por el cual las rupturas lógicas y las alteraciones espacio-temporales pueden ser presentadas con la misma fluidez que en el relato escrito (2). Desde el punto de vista de la recepción, y siempre de acuerdo con la estética en la que se inscriba (3), el monólogo puede ser tanto un procedimiento tendiente a facilitarle al espectador la compresión del mensaje como, por el contrario, una fuente intencional de confusiones, de ambigüedad comunicativa. El efecto perlocutorio del monólogo es altamente significativo: manipula a la audiencia, focalizando e interrumpiendo al mismo tiempo la acción, orientando la percepción hacia un determinado personaje y/o hacia un único aspecto del enunciado. Cuando el enunciador del monólogo se dirige al espectador, éste siente que se intensifica su propia condición paradójica (Geis, 1995); esto es, su estatuto aparentemente privilegiado de ser interprelado y no poder interaccionar con el escenario. Este evidente control sobre la percepción del receptor -ejercido a través del monólogo por el autor e, inclusive, por los realizadores de la puesta en escena- puede dar también lugar a una eventual manipulación de sus juicios y puntos de vista, a una suerte de postulación autoritaria(4).

Música rota de Daniel Veronese, estrenada en 1994 bajo la dirección de Rubén Szchumacher, es un ejemplo de la nueva modalidad dramatúrgica que acabamos de esbozar, en la cual la figura del personaje/narrador se complejiza a partir de la capacidad diegética del monólogo y se proyecta, en forma análoga, en otras instancias del discurso escénico. Para demostrarlo, nos centraremos fundamentalmente en Señoritas porteñas, la primera de las tres obras breves que componen el texto dramático de Veronese.

La postergada explicación de cierto "accidente" ocurrido un viernes de mayo a las once y treinta en el Jardín Botánico (de Buenos Aires, se infiere del adjetivo "porteñas" que califica a las señoritas de la historia) genera una lábil intriga dramática en la cual las referencias de espacio y tiempo, lejos de dar certezas, acentúan aún más la ambigüedad que atraviesa la obra.

En un escenario vacío dos mujeres vestidas de negro construyen con su palabra un discurso en el que los límites entre diálogo y monólogo resultan tan imprecisos como el sentido mismo de su enunciado. La voz en off de la Señora (marcada en el texto entre paréntesis, sin acotación alguna) enhebra el relato de sus propios gestos y emociones así como la descripción de las actitudes de la Señorita. Lo que se ve en escena se transforma, entonces, en un hecho pasado, en un recuerdo, en una historia actualizada por la narración en off en la que, al mismo tiempo, se reflexiona en términos metalingüísticos:

"¿Es usted, señorita, la que estaba brillando en el extremo de ese...de ese racimo?

(Nuevamente me alarmé de mi falta de sentido poético)" (5)

e inclusive en términos metanarrativos:

"(Y sé que esto no será nunca relato de lo ocurrido, que nunca va a resumir ese momento como yo quisiera, que hay algo que siempre se me va a escapar)"

Las alusiones a la relación entre representación y relato también se explicitan en esta suerte de narración en off, que plantea, a su vez, nuevas ambigüedades referidas al momento y al lugar en que se lleva a cabo dicha narración:

"(Y lo que obtuve como respuesta voy a describirlo, ya que sería inútil tratar de reconstruirlo ahora en este lugar)"

Pero si las breves respuestas de la Señorita determinan un quasi-monólogo de la Señora, reforzado por sus palabras en off, habría, por consiguiente, un quasi-diálogo entre las dos mujeres. La dificultad de delimitar con precisión las modalidades discursivas que estructuran los parlamentos de ambos personajes se metaforiza en las referencias al "canon perfecto" en que -se dice- hablan las señoritas porteñas; es decir, transgrediendo las convenciones de los intercambios conversacionales habituales, las Señoritas hablan a la manera de una composición de contrapunto en la que cada una de las voces que entran sucesivamente, repite o imita el canto ( las palabras) de la que le precede.

Ahora bien, ¿quiénes son esos seres que dialogan o monologan en canon, contradiciendo otros cánones, aquellos específicos de la conversación, del relato y del teatro? Sin nombres propios, ni referencias a condición social alguna -salvo la diferencia de edad que implicaría el tratamiento habitual de "señora" y "señorita", más allá del correspondiente estado civil, diferencia que, creemos, estructura el conflicto entre ambas mujeres- su estatuto de personajes oscila entre la individualidad y la pluralidad:

 

"Necesito en este momento a todas mirando hacia donde yo esté.

Necesito saber que ninguna me mentirá, que ninguna estará ausente.

(Redonda la carita, sin rasgos visibles...Sentada frente a mí. Ella sola era como un pequeño grupo para mí.)"

 

Y más adelante, la Señorita :

"¿Es realmente tan importante lo que intenta averiguar de mí? De nosotras, digo...quiero decir, decimos"

Si no es posible establecer con precisión si se trata de individualidades o de arquetipos, de figuras que metonimizan a otras muchas y diversas mujeres, tampoco es fácilmente determinable si son realmente dos individuos o uno solo, desdoblado en instancias temporales diferentes, cuya configuración se plasma en un juego de especularizaciones, proyecciones y retrospecciones.

La ambigüedad del enunciado, que se suma a la de los discursos y a la de los personajes, se debe, por un lado, a la anécdota en sí; esto es a las características del "accidente" que da lugar al enfrentamiento entre ambas mujeres. La Señora cuenta que esa mañana de otoño, en el Botánico, el pelo de la Señorita rozó su hombro y, cuando se miró al espejo, vio que la imagen de la joven se había prendido en la solapa izquierda de su abrigo como un camafeo. Desde entonces, la Señora ha buscado a la Señorita para devolverle la imagen perdida.

Por otro lado, las ambivalencias semánticas dependen tanto de las estrategias de literarización de las metáforas más usuales en el habla cotidiana, como de las diversas acepciones de ciertas palabras clave del discurso lingüístico. En efecto, la Señorita "pierde la cabeza" cuando se entera del accidente, pero no sólo a consecuencia de su nerviosismo, sino como un juego para desconcertar a su antagonista que narra lo siguiente:

"(Como si un niño jugara a esconderse detrás de sus manos, apoyó la cabeza en la mesa y comenzó a hacerla rodar, arrojándola como distraída. De aquí para allá, iba. Bola grávida, esa cabeza, que yo presentía cargada de dolor)

(Es decir trataba de distraerme como se distrae a un pajarito antes de engullirlo. Felinamente)"

Los términos " imagen" y "sensible" orientan el sentido del texto por el intrincado itinerario que marcan las ambigüedades semánticas.

En la lengua cotidiana, perder (la) imagen no significa perder algo concreto, algo del orden de lo real, sino perder la opinión positiva que los demás tienen sobre uno; mientras que devolver la imagen implica la duplicación de la figura en el espejo, pero también, en un sentido más amplio, reflejarse o verse reflejado en otra persona. El espejo le devuelve a la Señora la imagen de la Señorita que, como un camafeo, lleva por accidente en su solapa. La Señora quiere, a su vez, devolverle la imagen perdida a la joven, quien, al comprender que alguna vez dejará de integrar "esos grupos de muchachas porteñas, siempre pasando y pasando, tratando por todos los medios de que los pliegues de sus polleras alcancen el punto máximo permitido por sus provisorias licencias de vuelo, y siempre espiando si hay alguien que sea capaz de verlas pasar y no querer irse detrás de ellas", pasa de la indiferencia inicial a la agresividad, de la impotencia a la desesperación. "Sé lo que puede significar para una joven como usted...como ustedes...el no poder disponer de su imagen como quisieran", afirma la Señora. Así, lo individual se disuelve nuevamente en la pluralidad de ciertas referencias sociales de actualidad (la exigencia de ser siempre joven y bella, aun a costa de regímenes drásticos o de las todavía más drásticas soluciones quirúrgicas) referencias éstas que devienen tan evanescentes como el resto de los niveles que configuran la superficie discursiva del texto.

Este recordarse, añorarse joven, por parte de la Señora; este verse, imaginarse viejo frente al espejo o frente al cuerpo -la imagen- del otro personaje, por parte de la Señorita, permiten al espectador/lector intuir, adivinar o proyectar, en la imagen de los cuerpos puestos en escena, un contrapunto de deseos y miedos que de tan ajenos se vuelven propios. Si de imágenes se trata, y la imagen no es otra cosa que un dato percibido por los sentidos, lo sensible adquiere significación en la confrontación de sus múltiples acepciones. "Sensibilidad" es lo que pide la Señora para ser oída y comprendida. "Sensiblemente", como aquello que se percibe por medio de los sentidos o del entendimiento, pero también como aquello que causa dolor o pesar, es la forma en que el pelo de la joven rozó el hombro de la mujer. Como "sensible porteña" es definida la Señorita, a quien afectan fácilmente no sólo las emociones sino también la acción arrasadora del tiempo. En tanto sustantivo, adverbio o adjetivo, lo sensible remite, en última instancia, a la mirada: verse, reconocerse en el espejo, en el rostro de los demás, pero también verse en la imagen que, como un espejo, nos devuelve la escena; es decir, verse en el relato y en el teatro que se espejan y nos espejan.

La "música rota" que da nombre al espectáculo aglutina, como una suerte de sonata, tres piezas ligadas entre sí por lazos tan sutiles como ambiguos. El cánon de la Señora y de la(s) señorita(s) porteñas(s) - al fin y al cabo, madre e hija(s)- se repite en la relación de Luisa, la protagonista del monólogo homónimo, con su escurridizo novio y con los mandatos de su madre muerta, que la condenó a no ser feliz. Luisa, abandonada definitivamente, piensa agregarle algo de marrón a la lana verde de su eterno saquito, tan maltrecho como su patética esperanza. En el tercer movimiento de esta Música rota, denominado Luz de mañana en un traje marrón, el relator - único personaje consignado en el texto dramático, si bien Rubén Szuchmacher agregó dos actrices en la puesta en escena- evoca el color marrón del traje del hombre, cuya amada lleva en la solapa de su vestido, como la Señora, y luego, clavado en el pecho desnudo, un camafeo que repite imágenes y deseos del vínculo madre-hija:

"Los camafeos están pasados de moda. Digamos que se lo acaba de regalar su madre, a quien antes se lo había regalado su madre, y aquella también lo había recibido de la suya y...etc., etc....Le hizo prometer que lo cuidaría. Bien. Esas cosas que se piden de los recuerdos."

En Circonegro (1996), llevada a escena por El Periférico de Objetos, grupo que también integran Ana Alvarado y el propio Veronese, en esta ocasión codirectores, se presentan ante el espectador diez "números" circenses a cargo de cuatro ciegos. A través de distintas prolepsis, los monólogos de los inquietanes personajes explican lo que se va a ver ("Número de las manos"), lo que piensan los otros -sean hombres y/o muñecos- ("Número de las cucharas"), describen ciertos juegos ("Número del Tilín"), relatan historias ("Número del cuento ruso") o insinúan pecualires reflexiones metafísicas ("Número de los ojos"). Sin embargo, se ve más de lo que se explica, se ven cosas diferentes de las que se dicen sobre el escenario o de las que se leen en la hoja que acompaña el programa de mano. Entre las palabras pronunciadas o escritas y las imágenes que como espectadores, como videntes en un mundo ciegos tenemos el privilegio de poder contemplar, se establecen remisiones disociadas, transgredidas, parodiadas. Comportamientos humanos a cargo de muñecos o, inversamente, gestos mecánicos de figuras inanimadas copiados por los humanos; malos tratos recíprocos entre hombres y muñecos; cucharas que palpan con la sensibilidad de las manos; ojos que arrancados de sus cuencas equivalen a ojos de muñecos constituyen permanentes subrogaciones que refuerzan la contraposición entre vista y oído, al tiempo que desenmascaran los facetas tenebrosas de las conductas humanas que las palabras suelen disimular. La línea divisoria entre realidad y ficción teatral, entre lo verdadero y lo trucado, deviene así tan imprecisa como las marcas de comienzo y final del espectáculo.

Mientras que el camafeo, los colores, la relación madre-hija daban unidad y nuevos sentidos a los tres diferentes monólogos de Música rota, una serie de motivos vinculados a la ceguera y a la visión, al artifico y a su mostración como tal, enhebran los números de este circo siniestro, en tanto remiten al concepto de sentido en sus múltiples acepciones. El sentido de la vista y su angustiante carencia metaforizan la preocupación por el sentido de la vida y el sentido de la muerte que, sin distinciones, agobia a espectadores y personajes en tanto sujetos, a la vez que connotan el esfuerzo por desentrañar el sentido , el sujet de lo que el teatro narra a través de imágenes y palabras.

En el cánon de voces monológicas y dialógicas, de palabras e imágenes, de personajes ausentes y presentes, individuales y plurales, integrados y desdoblados, de situaciones que se hilvanan sutilmente entre sí, Música rota y Circonegro superan las formas canónicas de la diégesis fundante de la epicidad de cuño brechtiano, en la que el lenguaje resultaba un recurso eficaz para comunicar, para instar al espectador a reflexionar y a transformar la sociedad. Los monólogos de carácter narrativo que se incluían en ese tipo de obras apuntaban a un doble distanciamiento (actor/personaje y personaje/espectador) con el fin de romper la empatía y propiciar la actitud crítica del público. Los monólogos que componen estas dos obras de Daniel Veronese han perdido ya toda referencia a la psicología de los personajes o a las circunstancias espacio-temporales que contextualizan la enunciación, propias del teatro clásico, así como toda postulación de orden metafísica o afán didáctico, característicos del absurdismo y de la dramaturgia brechtiana, respectivamente. Más próximos, en cambio, a la estética posmoderna, los monólogos de Música rota y Circonegro narran hechos vinculados a sujetos desconcertantes y enigmáticos y, al narrar, replantean la propia noción de sujeto. De esta manera, a través del monólogo, teatro y relato se redimensionan para cuestionar, en última instancia, los cánones de nuestra tradición cultural.

Notas

1- "Le temps des monologues", Le Monde, 25 de mayo de 1980. Citado por Anne-Francoise Benhamou, "Le monologue", Alternatives théâtrales , 45, 1994; 21.

2-Precisamente en el cuento y en la novela contemporáneos, el monólogo interior es uno de los más usados: constituiría una forma de autoanálisis que un personaje realiza sin que en su discurso (aparentemente) intervenga la voz del autor. Desde el punto de vista lingüístico, la construcción sintáctica es suficientemente controlada y su desarrollo regido por la ilación lógica del sujeto que no suele perder el control de sí. El fluir de la conciencia sería una variante del monólogo interior en la que aflora el inconsciente, yuxtaponiendo imágenes y pensamientos íntimos, sensaciones y recuerdos, tal como se presentan en la conciencia (Marchese, 1978). En este caso, la construcción lingüística es más desarticulada en el aspecto sintáctico y semántico. Las asociaciones faltas de lógica, los enunciados incompletos, las formulaciones incorrectas se justifican, entonces, por el hecho de que el monólogo inscripto en la corriente del fluir de la conciencia carece por completo de pretensiones intersubjetivas (Bobes, 1992). De acuerdo con esto, puede decirse que el procedimiento literario del fluir de la conciencia se corresponde en términos teatrales con el soliloquio, pues permite tanto la ruptura de la linealidad como la construcción de un efecto de punto de vista.

3- En este sentido, Paola Gullí Pugliatti (1981) compara el monólogo con otras convenciones que aparecen y desaparecen en el tiempo sin que ello afecte el reconocimiento de un texto dramático como tal. Dichas convenciones serían el aparte, el intercambio u ocultamiento de la identidad, los tipos recurrentes como el tonto, el villano, el siervo astuto, etc.

4- "El monologismo -señala Bajtín (1982: 333-334)- en su límite niega la existencia fuera de sí mismo de las conciencias equitativas y capaces de respuesta, de un otro yo (el tú igualitario). Dentro de un enfoque monológico (en un caso límite puro); el otro sigue siendo totalmente objeto de la conciencia y no representa una otra conciencia. No se le espera una respuesta que pudiera cambiarlo todo en el mundo de mi conciencia. El monólogo está concluido y está sordo a la respuesta ajena, no la espera ni le reconoce la existencia de una fuerza decisiva. El monólogo sobrevive sin el otro y por eso en cierta, medida cosifica toda la realidad. El monólogo pretende ser la última palabra. Encubre el mundo y a los hombres representados."

5- Las citas de Señoritas porteñas fueron extraídas del mimeo que nos facilitara el autor.

Referencias bibliográficas

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Bajtín, M.M. 1982 "Para una reelaboración del libro sobre Dostoievski", Estética de la creación verbal. México: Siglo XXI.

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Benhamou, Anne-Francoise. 1994 "Le monologue", Alternatives théâtrales , 45.

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Bobes, María del Carmen. 1992 El diálogo. Madrid: Gredos.

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Geis, Deborah R. 1995 Postmodern Theatric(k)s: Monologue in contemporary American Drama. Michigan: Ann Arbor TheUniversity of Michigan Press.

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Gullí Pugliati, Paola. 1981 "Per un' indagine sulla convenzione nel testo drammatico", La semiotica e il doppio teatrale (comp. Giulio Ferroni). Napoli: Liguori.

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Marchese, Angelo. 1978 Dizionario di retorica e di stilistica. Milano: Mondadori.

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Ryngaert, Jean-Pierre. 1993 Lire le théâtre contemporain. Paris: Dunod.

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