Sobre "BUSCANDO A MADONNA"


Cuando el autor decide expresarse a través de un personaje –y por ende utiliza la primera persona-, no tiene otro camino que emplear en la novela el lenguaje habitual de ese personaje en sus circunstancias cotidianas. En Buscando a Madonna el personaje es Lucy, una adolescente de clase media baja cuyo ídolo es justamente Madonna, la desaforada cantante de rock. Lucy frecuenta las discotecas, tiene amigos de su edad, se enamora más o menos indiscriminadamente y sucesiva o simultáneamente, vive conflictos con su madre y con su padre por separado, bucea en los no tan misteriosos vericuetos del sexo, no ignora la existencia de las drogas y los alucinógenos, se hace cargo de vagas responsabilidades ecológicas. Pasa por una etapa difícil sin una orientación que pueda iluminarla. Salvo Madonna, que es una luz oscura, y cuyo ejemplo cuenta sólo en parte: el destino de artista.

Todo esto –y otras anécdotas que conforman una trama asfixiante- es relatado por la misma Lucy en un lenguaje sin sutilezas, directo, procaz, en el cual las llamadas "malas palabras" carecen de connotaciones agresivas o peyorativas porque han perdido la fuerza de su sentido original por causa del desgaste inevitable. Lucy no encuentra matices exquisitos para expresar la ansiedad, la soledad, la angustia o el desamor, sólo tiene para ello su carga de exabruptos, que le sirve como escape de sí misma, o como barrera para impedir una continuidad racional.

Pese a este lenguaje torpe –o quizá gracias a él- la novela adquiere paulatinamente una ternura invasora. No es posible, para un lector con sensibilidad, desdeñar a Lucy por su modo de expresarse. Hay en ella un ingrediente de pureza desesperada y por momentos desesperante; la busca de Madonna es, sí, la de un ídolo con pies de barro, pero también la de otra Madonna que no es nombrada, pero cuya aureola limpia y protege. Enrique Medina ha puesto en juego un arma de doble filo (la crudeza expresiva), y con ella consigue hacer creíble a Lucy, sus avatares, sus aventuras y desventuras. Desventuras como un ataque alérgico que produce caspa; mínimo hecho que resultaría ridículo si no adquiriese ribetes de tragedia por la situación de Lucy, contada por la misma Lucy con palabras cuya dureza no oculta sino que revela la fragilidad, la debilidad, la soledad de la protagonista.

Enrique Medina remacha la novela con una carta de Lucy a su madre. Es una carta con entrelíneas (en bastardilla, ya que Lucy no escribirá lo que piensa). Esas entrelíneas constituyen la clave de un texto válido porque está escrito en el lenguaje de los adolescentes que no lee. Quizá si la novela cae manos de uno de ellos, al ver escritas en un libro las palabras de la conversación cotidiana, ese adolescente (varón o mujer) se deje llevar por la trama. Quizá se vea a sí mismo en una lectura que, al conceder, exige. Exige la terrible prueba del espejo.

Eduardo Gudiño Kieffer, LA NACIÓN, 19-VII-1987


Si de algo no puede acusarse a Enrique Medina , más allá de sus aciertos (y de sus excesos) es de rehuir el enfrentamiento con una realidad casi siempre dolorosa hasta lo insoportable. Sus criaturas aparecen quebradas, no por lo que nace de la propia condición, sino por el medio en que les toca desenvolverse, como si fueran semillas sembradas en un terreno que, a propósito, alguien ha echado a perder. No puede extrañar, así, que esos destinos se tuerzan y que, la versión que de ellos da el narrador, despierte piedad y rebeldía, porque resulta ineludible pensar qué hubiera sido de ellos, en otras circunstancias.

Más allá de sus condiciones artísticas (y de la apreciación que de ellas se haga, según el gusto de cada uno), Madonna es, para buena parte de los adolescentes, un ídolo, quizá la encarnación de una libertad total, sin fronteras, que va desde sus ropas hasta sus actitudes o el exhibicionismo con que demuestra hacer lo que quiere, sin sujetarse, no ya a ciertas convenciones, sino a frenos de ninguna índole. Y Madonna, además, triunfa, lo cual hace de ella alguien digno de ser admirado y emulado por todos los que, en razón de su edad, quisieran agrandar su horizonte hasta no ponerle límites.

Tal es el caso de Lucy, la heroína de esta nueva novela de Enrique Medina, cuyos apuntes nos muestran su modo de ver la vida, a partir de su situación personal, sus pequeñas o grandes frustraciones, la ciega admiración que profesa por todo lo que para ella encarna un ser mítico como Madonna. Hija de padres separados, no cuenta con el padre, que ha formado una nueva pareja y la cargosea con una falsa solicitud, tratando como una nena a quien, a los catorce años, ya se siente una mujer con experiencia. Tampoco con la madre, a pesar de reconocer los sacrificios que ha hecho para mantenerla, porque sobrelleva dos uniones rotas, la carga de dos hijas y el trabajo agotador; en especial, Lucy echa de menos su falta de ternura y ese continuo amenazarla, casi como una invitación, a que se vaya con el padre, si no se siente a gusto. Podría orientarla presencia benéfica de Mario, compañero de la madre durante un tiempo, pero la separación de los dos la dejará más desamparada que antes. De ahí que, en esas circunstancias, no pueda extrañarnos que Lucy se lance a vivir por su cuenta una experiencia límite, con alguien que no le importa, y que hará de ella una repetidora de la historia de su propia madre.

Medina muestra con crudeza el ambiente de desafío de muchos adolescentes, la dura realidad en que se desenvuelven: sexo, droga, agresiones mutuas, competencia despiadada. Lucy incurre en alguna de esas actitudes, sobre todo con sus compañeros de escuela, aunque se niega a la droga, quizá por temor, y al sexo, por el trauma que le dejó un confuso episodio infantil. No tiene una comunicación fácil con nadie; ni con los varones por los que se deja "apretar", como dice –aunque sin pasar de ciertos límites- ni con las mujeres, apenas algo más que compañeras en incursiones por las discotecas. Un afecto profundo, el de Sandra, la amiga aún más desvalida que ella, se corta por la tragedia que envuelve a la otra.

Así, queda en pie algo que se trasluce en muchos momentos de la novela, pero sobre todo al final, en esa carta, mitad escrita, y mitad omitida por reservas mentales, que envía Lucy a su madre. Ese algo es la desesperada necesidad de ternura en el propio hogar (que nunca fue tal), de diálogo, de comprensión y solicitud trasmitidos por quienes no saben o no pueden hacerlo. Nada de lo que se dice en la obra es novedad: cualquier psicólogo o sociólogo, o cualquier educador, lo saben de sobra. Pero es mérito de Medina haber sabido traducirlo, no ya desde el punto de mira de los mayores, sino con el desenfadado lenguaje de una adolescente, tal como ella puede sentir esa cruda realidad que sólo los ciegos no quieren ver. Aunque los ciegos son muchos, tanto en las familias como en la sociedad en que nos movemos.

Federico Peltzer, LA GACETA, Tucumán, 2-VIII-1987


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