Por Enrique Medina
Efectivamente, el
tipo extiende el brazo y agarra un broli sin ser mordido. ¿Meaños?
¿Toño Gallo?, ¿quién fue el autor de la frase? Como el tipo ya tiene
edad suficiente para tutearse con Dos Alzheimer mucho no le calienta
no acordarse de la revista en la que empezó a leer las peripecias de
aquel personaje de barrio. Patoruzú o Rico Tipo, seguro en una de
las dos. El actor que lo interpretaba era Mario Fortuna; primero en
la radio, luego en la televisión. ¿O no llegó a la televisión?, ¿o
sí? El tipo siempre leyó, aun con las exigencias de la vida:
ascender en el trabajo, formar una familia, en fin, cosas que llevan
tiempo, ilusiones, caída del pelo. Inesperadamente se recibió de
abuelo y de jubilado, títulos honoríficos si los hay, que sólo se
reciben en la universidad de la vida, como diría dicho personaje. En
esta librería de viejo el libro que ha agarrado sin que lo haya
mordido es Los cosacos de Tolstoi, de la colección Austral, a $ 3,
no lo puede creer. Revisa los anaqueles. Para leer los lomos tiene
que doblar el cuello hacia izquierda y derecha debido a la desidia
de los libreros que no se molestan en colocarlos uniformemente.
Separa otro más finito: La deshumanización del arte de Ortega,
primera edición chilena de 1937, con páginas marrones de tan secas
que ruegan ser acariciadas, no tocadas, bajo riesgo de atomizarse.
Los volúmenes más gruesos atrás de todo. Pocos frecuentados porque
los dedos se han cansado o el lector se niega al esfuerzo. No, el
tipo. Alza un adoquín amarillo cuyo autor es James Farrell, un
escritor que siempre postergó por mil motivos. El viento en las
calles. Hojea las portadillas. Es el segundo tomo de la famosa
trilogía de Studs Lonigan. El tipo no es partidario de las obras
“escogidas” sino de las obras “completas”. Lo va a dejar y nota que
los cuadernillos están intactos, sin abrir. Se caen unos papeles
doblados. Son recortes de diarios, ya lo sabe el tipo pues tiene la
misma costumbre; críticas, notas, reportajes al autor o a la época,
todo adentro. Muere alguien que en lugar de acumular jubilaciones
privilegiadas acumuló libros y al instante los deudos venden la
biblioteca al mejor postor. Al otro día, esos libros, acostumbrados
a la reiterada consulta, al buen trato, a la decoración afectuosa,
de un porrazo caen en las mesas de saldos y son tratados como en las
perreras, a los golpes, sin una mísera consulta ni plumereada, de
las mesas a los estantes y de los estantes al piso y vuelta a las
mesas a ser manoseados. Guarda los recortes entre las páginas. Si un
libro muere virgen es pecado de lesa humanidad. Decide comprarlo con
la esperanza de que en otras librerías pueda hallar los tomos
restantes. Va al mostrador y deposita los seis libros. El vendedor
suma y canta el resultado. El tipo da un billete grande diciendo,
deme un ticket por favor. Con evidente disgusto, mientras verifica
la autenticidad del billete a la luz de la lámpara, el vendedor dice
que no tiene caja registradora y con algo más que un simple y
evidente disgusto y mal olor agrega irónico, ¿necesita una factura?,
esperando que el otro diga, no, está bien. Pero el tipo dice, bueno.
Con malísima leche, el ex vendedor, ipso facto dueño de la librería,
hace un esfuerzo y busca el talonario entre papeles, bolsa de
mercado, trapos sucios, plumero, tijera, lápices, cinta scotch, y lo
halla. Hace la factura como si estuviera haciéndose el harakiri. Se
la entrega junto con el vuelto. El tipo dice gracias. El dueño le
pregunta si quiere una bolsita. Por supuesto gil ¿o me los vas a
envolver para regalo?, piensa el tipo, pero sólo dice sí. Cuando el
dueño va a poner los libros dentro de la bolsita se caen los
recortes de entre los libros. ¿Le tiro estos diarios viejos?,
pregunta con sorna, con bronca, con patadas en el culo, exagerando
el desprecio con un amaneramiento calvo escondido en jopo de
mentirita. El tipo, suponiendo que le lleva la contra, la dice que
no, que a él le encanta leer las críticas viejas; agarra la bolsita
y se va contento con la compra. El dueño también contento por haber
aprovechado el falso enojo para distraer al tipo y encajarle un
billete falso de veinte pesos, llama por teléfono al bar de la
esquina para que le manden un café con leche y una porción de torta
de manzana.
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