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Todo
lo que diga podrá ser usado en mi contra
Por Alejandro Robino
Convocado a escribir en este medio acerca de la dramaturgia, mi primer reacción ante el estímulo fue la parálisis. Es que la dramaturgia (y todo el arte) es una tarea, íntima, trascendente, inexplicable y carente de recetas, que mientras nos proporcione goce, hace obsoletos los paradigmas de construcción y/o resultado. ¿Podríamos explicar la risa o un orgasmo, o siquiera atrevernos a describir una manera correcta de provocarlos?
Escribir
sobre la dramaturgia es una tarea voeuyerista que le compete a los críticos.
Dejémoslos. La pasan bien
analizando aquello que no pueden hacer. ¿Por qué quitarles el placer? Además,
hay un ávido público consumidor de esas Hot Line. Pero inmiscuirnos en esa
tarea no es nuestro trabajo.
En
todo caso, quienes vivimos la dramaturgia como la argamasa de nuestra tarea
espectacular, podemos de manera relativa, subjetiva y provisoria, opinar sobre
el estado de las cosas que la circundan, inciden y condicionan. Es por eso que
estas palabras tienen como único sentido, tirar al ruedo una serie
de cuestionamientos sobre el modo de observar esta tarea.
El
panorama dramatúrgico argentino de este siglo que comienza, augura ser más
prolífico cuantitativamente que en las dos últimas décadas pasadas. Pasado el
auge de la dramaturgia escénica, potestad de los directores,
nuevamente regueros de tinta volvieron a desembocar en el escenario.
Publicaciones, grupos de autores, ciclos de teatro semi montado como forma de
difusión de los textos, florecen a diario. Bienvenidos. El rol del autor y la
palabra han recobrado nuevamente su valor y su sitio dentro de la producción
teatral. Este reacomodamiento trajo aparejado un signo particular que lo
caracteriza:
La
preocupación por lo nuevo.
Lo
nuevo se ha instalado como valor y es así como se habla de nuevas dramaturgias
con enfática algarabía, instalando a “lo nuevo” como categoría excelsa.
Si bien es cierto que estuvimos (y aún estamos en muchos espacios) dominados
por una hegemonía estética naturalista y porteña, procedente de los años
sesenta cuyos autores se autoconstituían “la dramaturgia nacional”; la
reacción liberadora de este yugo no nos puede llevar a suplantar el concepto
“bueno” por “nuevo”. Lo nuevo es nuevo, y valga la verdad de Perogrullo,
no aporta en sí mismo, ni más ni menos que la novedad. El corrimiento del eje
principal de la preocupación artística lo retomaré más adelante, pero
quisiera ahora, adentrarme en la pretendida novedad de los textos así
adjetivados, tomando como ejemplo algunas expresiones. La dramaturgia de la
escena, producto de la creación colectiva, es una de las producciones dramáticas
que son bendecidas con la adjetivación de novedosa. Sin embargo, nadie puede
negar que este tipo de experiencia tuvo preponderancia a fines de los años
sesenta. Es decir que esta novedad tiene casi cuarenta años. La plástica kinética,
perfomances y las esculturas dramáticas, datan de la misma época. Las mixturas
de lenguajes, como por ejemplo el teatro-danza, pueden observarse como
expresiones que oxigenaron la escena irrumpiendo hace ya por lo menos tres décadas.
Las obras cuyos textos ofrecen una polivalencia casi infinita en su producción
de sentido, son un eco de la septuagenaria experiencia surrealista. El teatro de
la imagen, emerge en los ochenta, por lo que ya alcanza la mayoría de edad. Y
por último, las narraciones evocativas, obras cuyos textos bellamente
descriptivos ofician de memorial, son tan viejas como la misma misa. Cabe
señalar, que bajo estas expresiones han surgido espectáculos teatrales bellísimos
y conmovedores. Repito: bellísimos y conmovedores. Pero también bodrios
indescifrables. Obras que en vez de programa tienen prospecto, en donde nos
explican que quisieron hacer y en las que es de “bruto” expresar: ¡no
entendí un pomo! o ¡Me aburrí como una ostra! Es que estas obras son producto
de un “trabajo de investigación”
y entonces uno ruega que los detectives hagan su tarea fuera de las tablas y el
teatro vuelva a mano de los autores. También puede ser amordazado nuestro
mortal aburrimiento, bajo la advertencia de que estamos ante una “obra de vanguardia”. Esto hace que cualquier expresión de
disconformidad nos coloque en la retaguardia ignorante y reaccionaria, de los
que pretenden que, ya que pagaron una entrada, pasarla medianamente bien durante
la función. A veces estas piezas se nos presentan como “obras
de climas”, en las que uno, promediando la función, ruega que sea cierto
y que por lo menos llueva o sople el viento, para que nos saquen de la abulia
escénica que produce la falta de acción. A veces nos dicen que es “teatro
de riesgo” sin terminarnos de explicar que todo el riesgo es para el
espectador. Estos son unos pocos ejemplos reconocibles de una parafernalia de
parapetos que construyen una muralla entre artistas y público y que ya
constituyen un folcklore de nuestras tablas. No son estas palabras una alabanza
del statu quo ni proceden del miedo a la innovación. Muy, pero muy por el
contrario. Es la expresión de la necesidad de cruzar fronteras y aprovechar
este resurgimiento de la palabra dramática para afianzar una identidad nacional
de la escena, entendiendo a esta, no como una expresión chauvinista, sino como
la necesaria reconstrucción del puente entre la actividad y el público. Pero
no se puede ser vanguardia sin pasar por la retaguardia. Picasso irrumpe con el
cubismo después de probar (y probarse) que ya podía manejar los lenguajes
vigentes y no le alcanzaban para expresarse plenamente. Si bajo la
mascarada de lo pseudo nuevo, se esconden, limitaciones técnicas abrumadoras,
entonces sí estaremos creando un verdadero statu quo bananero, pretensión
culturosa de Europedos. Es decir, una mala copia de significantes carentes de
significados propios. Una formación basta y sólida, es la que nos permite
adoptar verdaderamente la estética deseada. Elige el que tiene opciones, decía
un tartamudo que hacía teatro de la imagen. Pero la formación técnica no se
puede desarrollar bajo el canibalismo o las pretensiones hegemónicas. Los
dramaturgos para desarrollarnos profesionalmente, debemos poseer la técnica
necesaria para abordar distintos estilos, pues de lo contrario nuestra capacidad
de inserción en el mundo laboral se verá visiblemente afectada. Esta regla
rige también para actores y directores, pero en los autores es mucho más
notoria, pues con la globalización, la posibilidad de colocar nuestros textos
en otras latitudes es una realidad presente y tangible. Los medios construyen el
fin, por lo que no puede haber una sola respuesta o modo de lograr esta formación
ecléctica. El trabajo en grupos de pares de disímil formación y enrolamiento
estético es un camino posible. Uno, pero no el único y no es mi intención
dictaminar recetas, sino señalar algún camino que me fue útil. Dentro de esta
concepción la responsabilidad docente es mucho mayor y la formación de alumnos
y no de discípulos que puedan abrevar en distintas manifestaciones es de vital
importancia, pues, como diría mi abuela, en la variedad va el gusto. Esto,
sumado a la rentabilidad de la tarea, será la conjunción que nos permita
marcar un antes y un después en la profesión. Actualmente se está discutiendo
una reforma a la ley de radiodifusión que establecería una cuota mínima de
treinta por ciento de programación local en las nuevas emisoras de aire que se
liciten en todo el país. Así cada provincia vería incrementado su número de
señales, generando un potencial espacio laboral para autores, actores y
directores. Y si me refiero a él como potencial, es porque de concretarse y no
abordarlo con propuestas de un alto nivel técnico y profesional, prontamente
serán desplazados por magazines, programas musicales, periodísticos y
deportivos. Una dramaturgia profesional y federal requiere de una capacitación
basta y sólida, así como de una decisión de conquistar, colonizar e inventar
nuevos espacios. Curiosamente, quienes se embanderan en las pseudo novedades
vanguardistas antes descriptas, son quienes primero arguyen
sobre la imposibilidad de conquistar estos terrenos, argumentando
(argumento reaccionario si los hay) que si hasta ahora no se pudo, eso implica
que nunca se va a poder. Tal vez algún hippie trasnochado apelará a algún
purismo traído de los pelos acerca de la inconveniencia de mezclar el teatro
con otros lenguajes espectaculares pues traería aparejada cierta prostitución.
Deberemos recordarle que Woody Allen, David Mamet u Oscat Tabernise, escriben
tanto para teatro, para cine, como para televisión y esto no hace mella en su
decisiones estéticas. Para muestra basta un botón. No es el lenguaje un
sinonimo de calidad sino una mera herramienta. Jugar a la vanguardia tirándose
pedos de colores subsidiados por el estado (estado
en quiebra), o por actividades paralelas que impiden la posibilidad de abocarse
de lleno a la profesión, es un signo infantil que nos impide crecer en busca de
nuevas expresiones artísticas que verdaderamente nos conmuevan y nos permitan
construir y desarrollar una estética (la que sea) pertinente y original. No
puede ser tomada este cuestionamiento como una generalización sobre la escena
nacional, pues sería altamente injusta, sino que hace referencia a quienes
hablan de teatro de riesgo y paradójicamente
no se arriesgan a jugarse el puchero ni a escuchar la devolución del público
sin ninguna admonición previa. Pero por sobre todo, a quienes tienen en su
manos decisiones de políticas teatrales y responsabilidad docente. Me pregunto
si los autores podremos tomar este desafío o seguiremos ocultando miedos,
limitaciones, e ignorancias técnicas bajo las pseudo nuevas dramaturgias.
Jugar
a la fábula de la zorra y las uvas, en un país empobrecido, es suicida.
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