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El presente material está integrado por fragmentos de dos artículos diferentes: "Teatro y posmodernidad en Buenos Aires", publicado en Alba de América, revista del Instituto Literario y Cultural Hispánico, California (EEUU), año 1993 y "Cuerpo a cuerpo", publicado en Revista Clásica, Buenos Aires, junio de 2000.

De siniestras periferias

Por Cecilia Hopkins

Reflexionando sobre su pintura, Francis Bacon solía preguntarse: "¿por qué una imagen se transmite directamente al sistema nervioso y otra nos cuenta la historia a través del cerebro?". Según su punto de vista, la distorsión figurativa es la encargada de descubrir al espectador la esencia de un objeto, a los efectos de mostrarle un registro totalmente nuevo de la realidad. Esta cita, que figura en uno de los textos escritos por el dramaturgo y director Daniel Veronese, echa luz sobre la naturaleza de los espectáculos de El Teatro Periférico de Objetos, grupo que dirige junto a Emilio García Wehbi. Con once años ya cumplidos, este equipo –cuyo recurso expresivo básico consiste en la manipulación de muñecos y objetos en ámbitos poco convencionales- se destaca en el panorama teatral de Buenos Aires como uno de los más prestigiosos, en tanto que su presencia internacional se acrecienta.

Para todas sus realizaciones, los integrantes del grupo –Ana Alvarado, Román Lamas, Alejandro Tantanián y los mencionados Veronese y García Wehbi- planifican la construcción de sus personajes y objetos o rescatan del olvido viejos muñecos antiguos, para exhibirlos con las cuencas de sus ojos vacías y sus lúgubres articulaciones al descubierto. Estas criaturas desangeladas están en las antípodas de los títeres cuyos movimientos cautivaron a Heinrich Von Kleist, autor en 1810 de un escrito sobre el arte titiritero, el cual muestra ciertos puntos de contacto con el pensamiento que Edward Gordon Craig desarrollaría un siglo después. Allí, Kleist afirmaba que los títeres "tienen la ventaja de ser antigraves. No saben nada de la inercia de la materia, cualidad ésta, entre todas, la más antagónica al baile, pues la fuerza que los eleva es mayor que la que los retiene en el suelo". Por el contrario, los muñecos de El Periférico no saben de armonías en el sentido usual del término: están arraigados a la superficie sobre la que se desplazan, con la rigidez y la contundencia del autómata. Recuerdan más bien a los muñecos y maniquíes que, desde Giorgio De Chirico hasta Dadá y el Surrealismo han venido retratando al hombre contemporáneo. Pueden, además, identificarse con las palabras que el director polaco Tadeusz Kantor escribió sobre la poética de los replicantes humanos en el arte.

Para Kantor, los maniquíes llevan consigo un tiente satánico porque han sido concebidos a través de una suerte de actividad ilícita, desde que el hombre ha pretendido mejorar la naturaleza en la búsqueda de un mecanismo superior. Estos productos artificiales de vida son, por lo tanto, de naturaleza injuriosa y, contrariamente a su significación inicial de superación y ejemplaridad, contienen toda la degradación, los sueños desarticulados de la humanidad, el terror y la muerte. "Los maniquíes -escribe Kantor y pareciera que se está refiriendo expresamente a los muñecos que El Periférico suele utilizar- tienen también cierto relente de pecado, de transgresión delictuosa. La existencia de criaturas creadas a imagen del hombre, de manera casi sacrílega y clandestina, fruto de procedimientos heréticos, lleva la marca de ese lado oscuro y sedicioso de la actividad humana, el sello del crimen y los estigmas de la muerte como fuente de conocimiento. La impresión confusa, inexplicada, de que la muerte y la nada entregan su inquietante mensaje mediante una criatura que tiene un engañoso aspecto de vida pero que al mismo tiempo está privado de conciencia y destino: eso es lo que provoca en nosotros ese sentimiento de transgresión, que es al mismo tiempo atracción y rechazo".

La trayectoria de El Periférico se inició con la versión titiritera de Ubú Rey, de Alfred Jarry, a la que le siguió, en 1991, Variaciones sobre B, sobre textos de Samuel Beckett. La atmósfera del espectáculo estaba dominada por colores terrosos, valijas y muñecos antiguos mutilados, síntesis de la desolación y el desamparo. El grupo se propuso captar desde su estética titiritera el clima que impregna toda la obra del autor irlandés. De este modo, el espectador se confrontaba con seres que movían réplicas de seres, a quienes se les determinaba un accionar que escapaba a sus voluntades, como una manera de comunicar que la imposibilidad es, en definitiva, la conclusión de todo proyecto humano.

Cuatro años después y ya ampliamente conocido tanto a nivel nacional como internacional, El Periférico volvió a concretar un discurso visual de gran potencia lírica para su puesta de Hamlet Machine, de Heiner Müller. Estructurado en cinco cuadros, el espectáculo fue construido, al igual que en los casos anteriores, tomando al texto original como punto de partida para la libre construcción de escenas de horror y violencia manifiesta, apenas atravesadas por un gélido sentido del humor. Dominaban el montaje ciertos temas: la sofocación y muerte de toda acción justa, la indiferencia ante el dolor ajeno, la traición y la venganza. La síntesis de aquel universo delictuoso parecía estar depositada en la humillante desnudez del muñeco protagonista, en la visión estremecedora de su cuerpo de madera desmontado hacia el final por los actores, con el distanciamiento propio de un mero servidor de escena.

Siempre se ha observado que el tema de la expresión de lo siniestro es uno de los más recurrentes en las producciones de este equipo teatral. Tal vez por esa razón, El hombre de arena, el tercero de los espectáculos de El Periférico estrenado en 1992, sea un espectáculo clave. Para su realización, el grupo trabajó sobre el cuento homónimo de E.T. Hoffmann planteándose la necesidad de subrayar los aspectos siniestros de los vínculos que unen a los personajes, los cuales aparecían invariablemente representados como procesos automáticos, mecánicos. De este modo, fueron configurando diversos cuadros que, separados por apagones de luz, anudaban un relato fragmentario en el que la traición, la venganza y la culpa se alternaban obsesivamente. El espectáculo presentaba una historia básica que daba cuenta de la relación sombría de una pareja y su hijo deficiente mental, de la infidelidad que el marido cometía, de la culpa que este hecho le generaba y de las diversas venganzas sangrientas que ejecutaba su esposa. La trama, que por truculenta y excesiva podía llegar a recordar a un culebrón, se volvía profunda y desgarradora a través del movimiento y la gestualidad sintética y a través de la utilización de muñecos y objetos que por su tamaño acentuaba la desproporción entre manipuladores y manipulados.

Vestidos de negro como cuatro viudas, los actores comenzaban la obra velando a uno de los muñecos. Muy pronto, los deudos se transformaban en seres poderosos que infundían nueva vida a los muñecos-personajes ocultos en la tierra contenida en una gran batea, con el objeto de reproducir una historia que ya había concluido, llevando a cabo un rito que procuraba sacar a la superficie aquello que estaba oculto. Así, los muñecos-personajes volvían sobre los actos que los habían llevado a la perdición Con cada movimiento brusco, la tierra volaba por la sala creando, junto a la luz de escena, una fina cortina que velaba la mirada del espectador. El argumento del cuento no fue más que una fuente inspiradora: el Periférico adhiere como grupo al concepto de obra abierta a una pluralidad de sentidos para lo que apela a procedimientos multievocadores. En esa voluntad por superar lo anecdótico, sus integrantes siguen construyendo sus espectáculos mediante el montaje de fragmentos heterogéneos, en una organización discontinua que se opone al concepto de linealidad argumental y temporal.

Algunos motivos temáticos se perfilaban como leyes del mundo representado en el espectáculo. Así, las circunstancias del nacimiento y la muerte de los muñecos-personajes parecían obedecer a fuerzas atávicas ciegas. En ellos, el sexo, la seducción y la procreación asumían un mismo carácter torpe y cruel y el arrepentimiento aparecía bajo la forma de una práctica inútil a los efectos de reparar los propios actos. Durante el espectáculo no se pronunciaba ni una sola palabra. Sin embargo, con los ojos velados por la tierra que levantaban actores y muñecos, el espectador se confrontaba con secretos embozados, tenebrosos y temibles que abandonaban su misterioso ocultamiento, los cuales fueron identificados por muchos con lo sucedido durante la última dictadura militar. Nada más siniestro, afirmaba Sigmund Freud, que "el retorno de una forma de angustia que debiendo haber quedado oculta se ha manifestado".

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