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Mi
adolescencia sobrevino, como los huracanes del Caribe, algo descontextualizada
ya que estamos en el sur de todo.
Se
hizo añicos mi romance con la vida y, aquella rubiecita que jugaba en las
veredas de su barrio de Flores, se transformó
en un clásico de la rebeldía de la época. Crisis con la educación
tradicional, crisis con los valores que le habían impartido y el destino
prefijado a una niña burguesa de clase acomodada.
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Cambio
de piel, cambio de look, como toda adolescente, cambio de direcciones y
sentidos.
A
los 16 años publiqué mi primer libro de poemas, “Tiempo de Amar”, con
poemas nihilistas que todavía hoy me gustan.
Volé
a James Dean de las paredes de mi cuarto y entraron Beckett, el Che, Simone de
Beauvoir, Borges y Cortázar. Me sentía con destino de escritora, me miraba en
el espejo adolescente con gesto iracundo y John Lennon a todo volumen en mi
Winco no dejaba dormir a mi familia.
Yo
quería ser diferente, las mujeres convencionales me parecían un plomo y los
destinos previsibles, un castigo divino.
Por
ese entonces tenía por costumbre visitar los cementerios, como un paseo fúnebre
por el sinsentido de la Humanidad. Estudiaba Letras en la Facultad y me pasaba
las tardes en el Instituto Di Tella con mis ídolos de allí.
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Cambiar
el mundo, escribir en bares de Corrientes, ir al cine Lorraine. Libros
consumidos y subrayados: el típico dogmatismo pueril del adolescente, la
atracción por los sótanos donde le di lugar a una pasión definitiva: el
teatro. Cuanto más sótano, más intenso me parecía el mundo. O, mejor dicho,
esa suerte de submundo que me hacía codiciar tener ojeras, o hacerme adicta a
alguna droga dura: no lo logré. Mi adicción fue y sigue siendo escribir,
dibujar, leer.
Odiaba
esta salud que hoy agradezco.
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